Defenestrado por sus contemporáneos y reconocido por la historia. Esa es una particular dualidad de la presidencia de Arturo Illia, el dirigente radical que gobernó la Argentina entre 1963 y 1966 y de cuya muerte se cumplen este miércoles 40 años.
Hasta su derrocamiento en 1966, Illia construyó una gestión que vista a la distancia tuvo marcas que escasean en la historia de las presidencias argentinas: honradez, sobriedad, con un perfil económico enrolado con los intereses nacionales y populares, con una fuerte inversión en salud y educación, y una defensa a ultranza de las libertades individuales, algo que la convirtió –al decir de Felipe Pigna– en “una isla democrática en un océano de golpes y dictaduras” que caracterizó a la Argentina durante buena parte del siglo XX.
Pero a la vez, y acaso por todo eso, tuvo que enfrentar una presión constante y despiadada de prácticamente todos los factores de poder como los grandes grupos económicos nacionales y extranjeros, el sindicalismos, la Sociedad Rural y los medios de comunicación. La prensa, con periodistas de distintas orientaciones ideológica como Jacobo Timerman y Horacio Verbitsky por un lado y Mariano Grondona por el otro, fue ariete fundamental para asociarlo con la imagen de una tortuga.
La debilidad, en todo caso, estuvo en el mismo origen de la Presidencia de Illia. Con el peronismo proscripto, y el llamado a votar en blanco por parte de Juan Domingo Perón desde el exilio, llegó al poder con apenas el 25 por ciento de los votos.
Acaso pensó que podía construir legitimidad desde la gestión y de hecho tomó medidas que claramente beneficiaban al pueblo que en aquel entonces se decía peronista y al desarrollo nacional, como la ley del salario vital y móvil, el fortalecimiento de los presupuestos educativos, la ley de medicamentos para poner freno a los aumentos desmedidos, o la anulación de los contratos petroleros firmados por Arturo Frondizi que abrían el mercado a los capitales extranjeros, mejorando así el posicionamiento de YPF.
Pero eso no hizo que conquistara las almas peronistas –sector desde el cual se lo criticaba por haberse presentado a elecciones a pesar de las proscripción del peronismo y lo combatió con un plan de lucha sindical salvaje–, al tiempo que lo enfrentó con Estados Unidos y el capital nacional e internacional.
Lo cierto es que Argentina tuvo logros que los militantes los nacionales y populares de hoy aplaudirían de pie: crecimiento económico en torno al 10 por ciento en los dos años completos de su gestión –1964 y 1965–, desendeudamiento externo –bajó la deuda de aproximadamente u$s 2100 millones a u$s 1770 millones–, superávit comercial, una política salarial favorable a los sectores de menores ingresos y un ambicioso plan de alfabetización, entre otros.
La presidencia de Illia, aun así, nunca pudo convencer a los peronistas de entonces, y ni siquiera consiguió hacer pie desde las propias internas del PJ: el líder de la CGT, Augusto Vandor, que impulsaba un peronismo sin Perón, lanzó un plan de lucha fenomenal contra el gobierno radical, que afrontó además los cuestionamientos de los sectores más leales al general que no le perdonaron que en 1965 levantara la proscripción del partido pero no la de su líder exiliado.
El contexto político y social adverso se completaba con la aparición de la guerrilla guevarista en Salta, el crecimiento electoral de las fuerzas peronistas en 1965 y la posibilidad de un triunfo del PJ en 1967, que puso en guardia y alimentó la alianza entre militares y empresarios.
Los medios de prensa, que insistieron hasta el cansancio con la supuesta lentitud del presidente y propusieron su reemplazo por un caudillo militar, fueron el eslabón que faltaba para la operación golpista, que se consumó el 28 de junio de 1966.
Después vino la presidencia del general Juan Carlos Onganía, una de las épocas más oscuras de la historia argentina, que se ocupó de borrar todo lo que se había avanzado con Illia y se convirtió en antecedente clave y ejemplo para los genocidas que encabezaron la sangrienta dictadura que gobernó el país entre el 76 y el 83.
Illia murió justamente el 18 de enero enero del 83, con esa dictadura agonizante tras la derrota de Malvinas y con la democracia otra vez en ciernes, con otro caudillo radical, Raúl Alfonsín, como principal protagonista. La nostalgia por la oportunidad perdida por el golpe que derrocó al médico pergaminense que se afincó en Córdoba luego de recibirse ya había comenzado.