En 1996, la Electronic Frontier Foundation (EFF), una organización sin fines de lucro dedicada a proteger los derechos digitales y la privacidad online, lanzó una campaña para promover y defender la libertad de expresión en internet. Esta iniciativa, bautizada Blue Ribbon Campaign y simbolizada por una cinta azul que blogs y sitios web exhibían en sus páginas principales, surgió como respuesta a la promulgación de la Ley de Decencia en las Comunicaciones (CDA, por sus siglas en inglés) en Estados Unidos. Esta ley pretendía limitar la difusión de material considerado inapropiado, especialmente para menores de edad, imponiendo restricciones tan amplias y vagas que muchas formas de expresión legítimas podrían ser censuradas bajo su amparo legal.

Gracias a la presión de los internautas, la EFF y otras organizaciones defensoras de los derechos civiles, finalmente la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró inconstitucionales partes clave de la CDA en 1997. Este fallo no solo consolidó el papel de internet como un espacio de libre expresión e intercambio de ideas, sino que marcó el inicio de acalorados debates sobre la importancia de proteger la libertad de expresión en la red frente a los cada vez más frecuentes intentos de los gobiernos por intentar regularla.

De ninguna manera esto supuso el fin de la campaña de la cinta azul, ya que desde su apogeo en los años 90, volvió a resurgir cada vez que los derechos de libertad de expresión en internet se vieron amenazados. Activistas, bloggers y empresas tecnológicas han adoptado la cinta azul en momentos clave, como durante las discusiones sobre la neutralidad de la red, la implementación de leyes de copyright más restrictivas, o los intentos de censura gubernamental en distintas partes del mundo, como las protestas por la Ley de Seguridad Nacional de Hong Kong en 2020.

Campaña de la cinta azul por la libertad de expresión en internet, 1996

El artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) establece el derecho a la libertad de opinión y de expresión, independientemente de fronteras y medios. Lógicamente, esto incluye a internet o cualquier otro ámbito digital, y en principio, ninguna persona ni gobierno debería tener la facultad de restringir quién puede expresarse y quién no. 

Según este tratado internacional, las restricciones a este derecho solo pueden imponerse por ley, y únicamente cuando sean necesarias para asegurar el respeto a los derechos o la reputación de los demás, o para proteger la seguridad, la salud y el orden público. Estas restricciones deben ser proporcionales y no deben ser usadas para justificar la censura previa o arbitraria.

Casi el 70% de la población mundial utiliza internet, que se ha transformado en una plaza pública moderna donde cualquiera puede expresar sus opiniones libremente, por más polémicas o controvertidas que estas sean. Esto transformó radicalmente la forma de comunicarse y compartir información: desde movimientos sociales a individuos detrás de un perfil anónimo, todos pueden alcanzar audiencias globales con un simple clic, y un sencillo tuit puede desencadenar una avalancha de reacciones, moldear la opinión pública e incluso influir en decisiones políticas a nivel internacional.

Protestas en Nueva York por la neutralidad de internet, diciembre de 2017.

Este nuevo paradigma de comunicación arrebató a los medios tradicionales el monopolio de la narrativa, dando paso a una era de periodismo ciudadano y activismo digital que equipara las opiniones de diversos actores sociales. La democratización de la información desdibuja la línea entre expertos y aficionados, creando un escenario donde la voz de un tuitero puede resonar con tanta o más fuerza que la de un periodista consagrado. Esto ha generado una igualdad comunicativa sin precedentes e inimaginable tan solo unos años atrás, donde todos tienen las mismas herramientas, plataformas y posibilidades de expresión. 

Este entorno, más dinámico y participativo, también es más caótico y susceptible a la desinformación. Al mismo tiempo, ciertos actores políticos aprovechan esta situación para difundir propaganda, teorías conspirativas y manipular la opinión pública, mientras que las plataformas de redes sociales, al beneficiarse de las interacciones de sus usuarios, incentivan este tipo de contenido llamativo e incendiario para fomentar la participación.

En respuesta a estos desafíos, han surgido nuevos intentos de regular el espacio digital, algunos de los cuales podrían poner en peligro la misma libertad de expresión que pretenden proteger. El mayor ejemplo de esto es la Ley de Servicios Digitales (DSA) de la Unión Europea, que entró en vigor de manera definitiva en febrero de 2024 y entre sus varios objetivos pretende garantizar un entorno online más seguro y equitativo a través de la moderación de contenidos y el uso de algoritmos. Desde la adopción de la DSA, países como el Reino Unido, Canadá, Australia y los EE. UU. están considerando leyes similares para responsabilizar a las plataformas de la seguridad de los usuarios.

Esta semana, el Parlamento Europeo se reunió para debatir nuevas medidas globales para las redes sociales, orientadas a reforzar el papel de la Ley de Servicios Digitales y proteger la democracia y la libertad en línea. ¿Cómo? Mediante la exclusión de las opiniones “desagradables” e “inaceptables”.  Esta estrategia plantea una serie de preguntas inquietantes: ¿Quién define qué es “desagradable” o “inaceptable”? ¿Cómo se puede garantizar que estas definiciones no se utilicen para silenciar voces disidentes o críticas legítimas?

Lo más preocupante es que esta propuesta parece reflejar una falta de confianza en la capacidad de los ciudadanos para discernir y evaluar críticamente los contenidos que encuentran en las redes. Al proponer la eliminación de ciertas opiniones, el Parlamento Europeo parece estar adoptando una postura paternalista, asumiendo que los ciudadanos necesitan ser protegidos de ideas que las autoridades consideran inapropiadas. 

El Parlamento Europeo debate endurecer la Ley de Servicios Digitales

Esta actitud contradice los principios fundamentales de una sociedad democrática, donde el libre intercambio de ideas, incluso aquellas que pueden resultar incómodas o controversiales, es esencial para el desarrollo del razonamiento analítico y el debate público. Además, esto podría tener repercusiones globales, eventualmente inspirando a potenciales tiranos a implementar sus propias versiones de control de contenidos, justificándolas como necesarias para “cuidar” a sus ciudadanos. 

La ironía de intentar proteger la democracia y la libertad mediante la restricción de la expresión no pasa desapercibida. Es cierto que existen desafíos reales en el ecosistema digital actual, como la propagación de noticias falsas, discursos de odio y expresiones violentas. Pero la respuesta no debería centrarse en la censura, sino en la educación, el estímulo del pensamiento crítico y el respeto por el otro. La lucha por la libertad de expresión en internet está lejos de haber terminado. De hecho, puede que esté entrando en una nueva y crítica fase.